miércoles, 26 de diciembre de 2012

El Elegido, Rafael Romero.


Alas de Barrilete, una editorial novísima ha decidido apostar como primera publicación por El Elegido, la novela de Rafael Romero. Es su primera impresión, luego de haber sido publicada en el formato ebook. Me parece afortunado que esté disponible  en papel para el lector guatemalteco. Especialmente porque la novela florece con las circunstancias locales, con su forma de contar las cosas. 
Bartolo, el personaje principal, un alcohólico y misterioso hombre, un habitante de los sitios que todos evitan, es de cierta manera, el producto de una forma de administrar la realidad en favor del poder. Es en sí, lo que todos somos dentro pero evitamos mirar. El personaje explota sin pudor su miseria, transitando por un viaje por las sombras más oscuras en la noche que vive el país. 
La novela se me apareció como una herida abierta y sangrante. Así logro explicar el lenguaje que utilizó Romero para contarla, una metralla de frases coloquiales, barrocas, que se van apostando al lado de la herida, como la costra o la materia amarillenta. Un organismo vivo narrativo. 
Sostener un texto de largo aliento con tan pocos adjetivos es un reto que cumple a cabalidad. El producto logrado es una historia como un espejo oscuro, en el que el lector puede llevarse por la superficialidad y encontrar sorna en la manera de describir o lanzarse en un salto al vacío con lo complejo de la narración. 
Puede que con ambas, se despierte con esa incredulidad y ese malestar que trae consigo la resaca. Está bien. El texto jamás pretende agradar sino enfrentar con su visceral construcción, como un animal herido que aulla en cada página. 

viernes, 21 de diciembre de 2012

Aquí todos los días es día de muertos




Recuerdo claramente esa mañana en la que caminaba por el centro de la ciudad, muy cerca de la sexta avenida, entonces todavía sin renovar, que más bien parecía un enorme laberinto donde solía internarme buscando una joya entre el caos: una película pirata, los gestos de los vendedores a penas tocados por la luz que se colaba entre los plásticos que servían de techos improvisados o la marejada de olores que salían de las cocinas en los restaurantes de comida barata.
Estaba cerca del viejo hotel Ritz, donde solía recibir clases de natación cuando era niño. La piscina era climatizada, lo cual era una novedad en aquellas épocas. Mi madre me llevaba los sábados a que aprendiera a sobrevivir en el agua. Aún recuerdo cuánto me costaba atravesarla. O cómo se miraba el fondo con la luz de las mañanas. El hotel está desde hace mucho tiempo en ruinas, abandonado a su suerte, con unos pocos locales comerciales ocupados y muchos cristales rotos. Es un lugar hermoso.
La hiedra devora el edificio. El moho. Entonces habían puesto maderos para que la gente no traspasara y tomara el sitio. Algún artista hizo un enorme grafiti, en el que escribió la leyenda “Aquí todos los días es día de muertos”. Los colores en el mural estaban vivos. Aquello parecía ser más bien una alegoría de nuestro sentido fúnebre.
El mío viene de la infancia. Crecí en una calle en cuyo final hay un cementerio privado, el primero de la ciudad. Jugué entre las tumbas como si se tratara de un parque, bajo los enormes árboles de eucalipto. Vi muchísimos entierros pasar entre nosotros, cuando jugábamos al fútbol por las tardes.
Para mí entonces la muerte era eso, una especie de paz indefinida; pero también era memoria, en las numerosas lápidas con fotografías siendo carcomidas por el ambiente, donde los tipos con corbata me miraban como diciendo siempre adiós en colores ocre o en la simplicidad del blanco y negro.
Tengo presente aquél monumento funerario del ciclista, en donde inmortalizaron la pasión del difunto colocando modelos a escala de un pelotón en competencia, un tour de France hasta el más allá.
Ahí que tenga cierta pena con lo que pasará con mi cadáver. Una pena bukowskiana. Cuando sea una cosa, un estropajo del que hay que liberarse, un algo inerte esperando a desintegrarse. No quiero parar tras una lápida con una frase cursi y una foto mía mirando para siempre un horizonte que ya no me resulta asequible.
En realidad el problema de la muerte no se reduce a la mía, ni si quiera lo considero como tal. Hace años que compré mi servicio funerario, al que desde ya están todos invitados para que no me hagan quedar mal con los sándwiches embadurnados con mayonesa y jamón. Pedí sopa también. Litros de café. El problema de la muerte, es la muerte de los otros.
Quizá se centre en la aprehensión. Cuánto dependemos del otro, de su existencia. Cuánto espacio llenan con sus vidas. Importa la muerte del cercano. Aunque todos deberíamos sentirnos así. Hay más cercanía entre un anciano cingalés y yo, que con mis compañeros de colegio, por ejemplo.
Digamos que nos importa más la muerte cuando tiene rostro.
La muerte entonces más que la partida, es la transformación del cuerpo. Es la ausencia. Eso es lo que se teme. Al abandono de la vida sobre las cosas, como los olores en los guardarropas de los esposos muertos, los vestidos de las mujeres en bolsas plásticas, el cuarto de los hijos que han muerto. Eso es lo que se teme.
Se teme la fragilidad de la vida, o más bien, de la movilidad de las circunstancias. Porque nada hay más vivo que un cuerpo transformándose.  Se teme porque se desconoce todo acerca de la muerte. Y se le piensa como una contraposición a la vida, cuando al final no son más que lo mismo con distinta máscara.
Quizá vivir sólo sea una larga carrera para dar un salto al vacío. Quizá sólo seamos cuerpos cayendo en lo desconocido.
Se teme a eso, más que a la muerte. Se teme a las puertas de la muerte. Se aborrecen. Como un asesino en serie, tomando ancianos o niños. Como un destripador. Un salvaje miembro de pandillas que es capaz de cocinar un cuerpo y hacer que lo devoren. Se teme al irrespeto a la muerte, a la vida.
El dilema de la muerte es entonces, un dilema moral. Se trata de cómo se aborda el fenómeno y de cuánto valor se le da a la vida. Viviendo en un país con dieciséis personas asesinadas a diario, eso nos dice cuánto se valora la vida. Acá se muere por nada. Así que en realidad el temor a la muerte violenta es el temor al otro, a su capacidad de hacer daño.
La muerte siempre es una primera cara de un temor profundo. Pero no hay nada más natural, es algo que va dentro, en este cuerpo de treinta y tres años que se degrada a cada respiración. Y a  mí lo que me gusta es quitar las máscaras.
Así que discutir acerca de la muerte es siempre hablar sobre la vida. Plantear una ética. Hoy pienso sobre ello, cuando he sido invitado por un colectivo de artistas plásticos a discutir sobre la obra, hoy 14 de noviembre,  una exposición acerca del tema, en la Alianza Francesa a las 7pm.
Una discusión estética desde la obra, que ya empieza a hurgar, a buscar la manera de despojar las máscaras y develar los miedos. Los artistas que exponen son:  Alvaro Sánchez, Mónica Nájera, Drossdot, Juan Pensamiento, Rudy Márquez, Alejandro Azurdia, Ovidio Cartagena, Soft, Juan José González, David Marin, Ugo Hernández, Manuel Regalado, Norma de León, César Pineda Moncrieff, Thomas Laroche-Joubert, Alejandro Marré.
Ya quiero saber qué temores íntimos terminan siendo reflejados en sus obras. 


Aquí todos los días es día de muertos. 
7 de noviembre 2012
19:00 hrs. 
Alianza francesa
5a. Calle 10-55 Zona 13 Finca La Aurora

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Las Marimbas del Infierno


Guatemala-México-Francia. 73 minutos. Julio Hernández Cordón. 2010

No tengo ningún empacho en señalar a Julio Hernández Cordón, como la punta de lanza del cine guatemalteco. Su obra, es un planeta en construcción. En ese mundo que gesta, las Marimbas del Infierno, son una declaración de resistencia que a ratos se viste de comedia y en ciertos picos, te suelta en caída libre hacia un abismo infranqueable.
Las Marimbas del Infierno aborda la historia de cuatro personajes: el Blacko, un médico metalero que vuela bajo después de la gloria del rock; don Alfonso Túnchez, un marimbista del mundo oculto del restaurante chino; el Chiquilin, un intermediador nato en el negocio de la calle; y la Ciudad, en la búsqueda de algo imposible: hacer sonar una marimba con un grupo metalero para burlar el hambre y la violencia.
Disfruto mucho, la habilidad de Hernández de impactar con la perfección estética de la toma. Las primeras escenas, muestran el motivo de la obra, una escapada de la violencia que amenaza a Alfonso, quien da testimonio del profundo arraigo  que sostiene a su instrumento, mientras viste una camisa del color de la pared de la habitación donde vive, como si fuera absorbido por el ambiente al punto en que la casa y él son ya uno mismo.
Aquí es donde insisto en que este cineasta logra incorporar el ambiente como un actor más, dialogando de maneras altamente estéticas con los personajes. Hay escenas donde los actores frente a las paredes parecen estar flotando en espacios infinitos multicolor. Esos son los continentes del planeta que se  gesta en la obra de Hernández, circundados por toda clase de océanos que ahogan y se dejan navegar por los personajes, como la desolación, la alegría y el fracaso.
Y quizá ese fracaso consista en aceptar sin cuestionarlo, que somos figuras estáticas incapaces de variar en una sola línea el papel que nos fue asignado. La unión del metal con la marimba es a todas luces una afrenta generacional, un choque imposible para la gente fanática de ambos géneros. Es casi poner a mi abuelo a escuchar a Pantera y esperar que lo disfrute, mientras se saca la placa y la pone en el vaso.
Lo que la película ofrece es la posibilidad de la unión como un sueño, casi de país, donde cada voz por disonante que parezca pueda entonar armónicamente con las otras. Y la estrategia de los personajes para alcanzar esa armonía se basa en reconocer sus propios talentos y su valentía, que a veces también es en parte un instinto de sobrevivencia ante una situación apremiante.Aunque en el fondo, todos saben que no ganarán más que esa discreta victoria de cumplir un sueño.
El Chiquilin, un personaje excelso, encierra  mucho del poder de la historia, porque es el mediador necesario para que ocurra lo imposible. Una mezcla de ángel de luz y ladronzuelo de esquina, es capaz de los picos de maldad y bondad con la misma inocencia, casi sin enterarse de los alcances morales de sus actos. El personaje vive en su propia ética, la de prevalecer ante la adversidad, guardando las cicatrices como premio.
Entiendo esta película como una afrenta contra la frustración de crear, con el mundo en tu contra y me parece una respuesta hermosa ante un acto violento, como si a Julio lo escupieran y de vuelta devolviera una tarde maravillosa de domingo donde se puede ser feliz y agónico; y a la vez jodidamente musical.
Quizá quiero quedarme aferrado a los dos cuerpos saltanto sobre una cama, como dos niños, como un pregón a la inocencia del amor. O a ese momento explosivo donde todos los personajes armonizan sus instrumentos y estalla una melodía de lo imposible, el Marimetal, como el único himno que me atrevería a entonar desde las entrañas, como si la patria alguna vez pudiese ser nuestra.

Distancia. Sergio Ramírez.




75min. HDV. Guatemala. 2011

Encuentro que Sergio Ramírez posee anticipadamente esa habilidad de narrador viejo, con maña. Logró una historia limpia y emotiva, con su Opera Prima cuando lo más fácil hubiera sido optar por los recovecos del cliché. Un padre que fue separado de su hija por la guerra y que veinte años después la reencuentra, a través de un camino que le toma cinco días Aquí se separa de lo obvio y da luces de su brillantez: El hombre, interpretado magistralmente por Carlos Escalante, lleva consigo el registro todo lo que ocurrió durante  la ausencia  en un cuaderno. Con él, la esperanza de recuperar lo perdido, como un miembro que vuelve a su cuerpo y que en ausencia duele. Las crónicas de ese cuaderno, son contadas con toda la honestidad e inocencia de un puño que a penas puede dibujar cada palabra,  a modo de bálsamo para curar las propias heridas y las de la hija, cuando le entregue el cuaderno. 
El tema de la paternidad parece circundar el cine guatemalteco como un registro subyacente. Este film, sostiene en este tema, un vaso comunicante con Polvo, de Julio Hernández, donde el mismo abismo es retratado desde la orilla contraria, a través del hijo del ausente. 
Aquí conviene señalar la fortaleza de Distancia, donde el tema de la separación, las diferencias étnicas, políticas, incluso la guerra, no son parte de un discurso fosilizado de reivindicación, sino de una reconstrucción, o más bien de una recuperación de lo perdido, como si se tratara de una imagen cercenada que intenta recuperar sus piezas para mostrar toda su belleza y estallar en luz, en la montañas donde sólo los pájaros violentan el espacio sonoro. 
Las tomas del paisaje abierto, de los gestos de Tomás Choc, cuyo silencio en algunos momentos es una dulce forma de resistencia, son pequeños tesoros que afloran en la película. Y aquí uno encuentra que esa distancia es salvada, junto al personaje, sin la actitud de condescendencia o buscando la lástima. Más  bien, lo que intentan es a punta de ternura, atravesar los muros que nos separan, como un Berlín absoluto que no cede, pero que tarde o temprano terminará fisurándose para dar paso a la vida, con la determinación de un hombre, dispuesto a recorrer el mundo por un caudal a contracorriente, con tal de hacer llegar su amor.